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domingo, 25 de enero de 2015

Perros huskies

Sabe muy en el fondo, que le causaría mucha satisfacción el asesinar a su perro. Solo por saber la cara que pondría el viejo agridulce, y las frases que maquinaría para su esposa, para decírselo. Su aburrida y vieja esposa que deja a dirario una botella, acomodada de tal forma para que el tome hasta el fondo y probablemente ruede por las escaleras.

Cerca está fumandose un cigarrillo, en la banquita blanca frente a la pequeña vereda que cruza los árboles. Los perros del viejo se cagan a un lado del camino de cascajo, después se acerca para recoger la mierda con sus manos apenas cubieras por una bolsa de plástico. 

Desde la banca, piensa y recuerda el aparato, aquel similar a un control remoto, que produce un leve chillido a una frecuencia que se percibe poco al oído humano, pero es bien percivida por el oído canino. Piensa el joven en su imaginación, a los perros retorciéndoce hasta la muerte.  Solo por saber la cara que pondría el viejo agridulce, y las frases que maquinaría para su esposa, para decírselo. Su aburrida y vieja esposa que a diario come con él, sin mirarlo, como deseando que no estubiera ahí.

Que desperdicio de dinero y tiempo, dándole de comer a las ardillas. Así se arruina una tarde de otroño, pensando que haces el bien. Cuando nisiquiera te has dado cuenta en el periódico que ya se convirtieron en una plaga. 

El viejo está distraído, no se da cuenta que los perros huskies le han ladrado a una señorita de bata blanca. El viejo ignora que ella a perdido su cartera, y que tendrá que caminar a casa, por el viejo camino donde está él. Y el susto de volverlo a encontrar. La señorita se asusta por el ladrido de la hembra. El viejo sigue entretenido con las putas ardillas, ... alguien lanza un piedrazo. El viejo se encabrona. 

Tiene un pisa-corbátas ridículo, como en forma de cohe o algún veículo. Eso es tierno, en cierta forma, es un pequeño argumento para que el fumador en la banca se impida utilizar el encendedor y la botella de gas, para usarlo contra la tubería del gas natural, en la entrada del edificio. Eso bastaría para sofocar a toda la cuadra en una gran llamarada amarilla, y después de ver la cara de la esposa aburrida, cansada, esperando el apocalípsis. Cuando bajen los ángeles sus perros los devoran, los aplastan, los unden contra el piso. Con la felicidad que les causa el invierno, y con toda la amargura que les causa el verano.

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