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sábado, 31 de octubre de 2020

No quiero una cruz en mi funeral (parte 7): Crónica de un abandono

Sandra, quién indirectamente manifestó su preocupación por que aveces pensaba que yo la engañaba con otra persona, después sintió más preocupación cuando se dio cuenta que yo no podía estar con alguien más. Incluso después, ella encontró a alguien más. Así comienzan las despedidas.

Cada persona tiene heridas diferentes. Heridas de amor. 

Sandra en su finito cariño por mí, a sus ojos amorosos, me construyó una historia interesante, para mí. Me hizo interesante para ella y para sus amigos. Tiempo más tarde, el actor de esta historia no correspondía al libreto.

La partida de Sandra era inevitable, después de entenderme, de mirarme completamente, conclusión de que yo siempre fui transparente como el cristal. 

Las noches previas a su partida estuve tomando Valium para poder dormir, no quería despertarme para ver su partida y solo quería corroborar su ausencia en la mañana siguiente. Sus señales, la premonición de un final inevitable, me hacían imaginar cómo prepararía las maletas; su mirada franca, decidida, terminando con un llanto contenido, son sus ojos luminosos, no de tristeza, sino de frustración por haber perdido el tiempo conmigo. Ahora me convertiría en la historia que la hizo madurar, la historia de amores malos que te hacen aprender en la vida. Todo era cuestión de tiempo.

La noche en que ella se fue, otra vez yo tenía el Valium encima, no miré, a pesar de  estar dormido pude escuchar todos sus movimientos perfectamente, como una pesadilla de ceguera, una ceguera luminosa, deslumbrante, no pude despertar, pero sinceramente tuve el deseo de decirle que no se fuera.

Al día siguiente, los primeros rastros de su partida fue la repisa vacía del pequeño librero de mi habitación donde ella improvisadamente había acomodado cremas y perfumes. Tan solo se quedó la caja de chocolates que le compré en un duty free en Schiphol y que dejó mucho tiempo ahí. Tome uno y me lo comí. Sabía a la parafina de la veladora perfumada que frecuentemente encendía. Ese sabor agrio y dulce, rancio, es el sabor de su partida. 

Fue cuidadosa por dejar mi escritorio ordenado, mismo que días antes tuvo invadido con sus carpetas de apuntes y cosas que no debían estar ahí como sus pulseras junto con las bolsas de cartón de la tienda de maquillaje en donde recientemente había comprado.

Me dejó pagado el libro que días antes mojó cuando se le regó la taza de té. No dejó ninguna nota, solo estaba un postick donde estaban anotados, con su letra redonda, un desglose exacto de la división de gastos corrientes del mes. Su cuenta estaba saldada. 

Su espacio en el closet estaba vacío con bolsas en el fondo llenas de ropa que ya no le gustaba. Las acerque junto al contenedor de basura que estaba repleto. Su juego de llaves quedó colgado junto a la puerta. 

Pegados en el refrigerador se quedaron los imanes souvenirs que compramos en los viajes que hicimos juntos. Metió al refrigerador la comida que preparamos un día antes.

Se esfumó su presencia rápido. Incluso escapó su perfume de las mañanas porque dejó las ventanas abiertas. 

Meses después me di cuenta que se llevó más cosas con ella, entre ellas, se llevó mis a mis amigos que en realidad eran sus amigos, aquellos que incluso festejaban mi cumpleaños, no por mi, sino por atención a ella. Se llevó los atardeceres y sus caminatas. Se llevó sus propuestas de películas malas que al final disfrutaba por el hecho de pasar la tarde acompañado de ella. Se llevó sus regaños por mis propuestas impulsivas para escapar frecuentemente de la ciudad. Se llevó la calma cuando salíamos a cenar, la tranquilidad con que cenaba como si el reloj estuviera detenido. 

Sandra se llevó la vida a la que me había acostumbrado. Me miré al espejo y me sentí como un desconocido.

¿Sabía ahora qué hacer? Continuar por el camino de la soledad.



domingo, 11 de octubre de 2020

La cara adolorida por una sonrisa fingida / abandono

Te voy a contar la noche que te encontré en el autobús que se dirigía al pueblo. Mi recuerdo ya es algo difuso. Posiblemente era un viernes porque recuerdo el cansancio de mi cuerpo de los viernes. Mis pies me quemaban, sentía mis ojos secos e irritados, mi frente con sudor seco también y una capa grasosa que sospecho me hacía brillar. Mi cabello lo sentía desarreglado, se que mi corte de cabello era malo a pesar de no verme en el espejo. Traía puesta la última muda de ropa que repetía del jueves. 

Los viajes a casa eran largos y con frecuencia se repetían las cosas. Te confieso que algunas veces me sentí desesperado, sentía que estaba en una pesadilla dentro de un ciclo infinito del que nunca se podría escapar. Por eso, cuando ocurría algo nuevo, yo podía recordarlo por mucho tiempo, porque era especial, implícito estaba, se comprendía que pedía no ser olvidado, por eso lo escribo, porque casi ya no lo recuerdo.

Cuando me subí al autobús ya no había lugares donde sentarse. Caminé. Te encontré sentada en la fila izquierda en el asiento que está en el pasillo, casi a la mitad del autobús. Al saludarte interrumpí la charla que tenías con el muchacho de la fila derecha que también estaba sentado en el asiento del pasillo, aunque él estaba un poco más atrás, parecía que no te molestaba voltear un poco, de hecho te veías contenta. Vibraban bien.

Me senté en el pasillo, en el piso. Tuviste la cortesía de interrumpir tu charla para platicar algo que no recuerdo, pero recuerdo que era aburrido y forzado. Platicamos desde la terminal hasta el pueblo durante quizá unos cuarenta minutos. Sonreías, como siempre, nunca dejas de sonreír. Yo sonreía también, con esa sonrisa que me cuesta trabajo hacer y que hasta me deja la cara adolorida.

Contaba en regresiva los minutos porque yo me bajaría antes del autobús. Tu retomarías la charla que tenías con el muchacho quién quizá te acompañaría a tu casa o quien fuera lo suficientemente tenaz para llevarte cenar y después a su casa.

Te encontré para quedarme solo. 

Te encontré con alguien para mirar como te ibas.

Te encontré para quedarme con la cara adolorida debido a mi sonrisa fingida.

Después, cuando regresaste, buscándome, entonces supe que era un sueño.


 

II 

Estas conmigo pero no lo estarás más porque comienzas otra vida. Porque somos distintos. Eres bella. Yo no soy precisamente la idea estética de las revistas. Todos te conocen, nuestros amigos son tus amigos. Yo soy un fantasma. Nos conocimos a escondidas. Nos queremos a escondidas. No quiero que nos vean porque te dirán que me dejes. Planeo después decirlo Yo.

No quiero una cruz en mi funeral: ¿Porqué regresaste a la vida para morir de nuevo?


I

Esther siempre tuvo la costumbre de mudar la cocina cuando teníamos fiestas familiares. Bueno, de hecho tenía una cocina especial para las fiestas, en el patio trasero. En esa cocina te sentías gigante. Nos contaban que esa cocina fue hecha especialmente para la bisabuela quien era un mujer chaparra. La cocina la hicieron a su medida. 

Yo estaba escondido, como siempre, para que nadie me mandara a hacer algo. Es la costumbre, aunque ya no seas un niño, al no estar casado, en el pueblo, en la familia te siguen tratando como a un niño. De hecho a mi me siguen llamando "Estebita", ¡carajo! me llamo Esteban.

Esther cocinaba para su funeral. Estaba sola. Nadie le ayudaba. Estaba concentrada moviendo una cuchara grande de madera hundida en una olla de peltre que humeaba como chimenea de volcán. Esther nunca tuvo prisa, siempre hacía las cosas con calma. Yo no estaba hambriento. Nadie estaba hambriento, de hecho, las casa estaba casi vacía, como siempre predecía, cuando caminábamos y pasábamos al lado de la funeraria, ella decía que quería el ataúd más sencillo y que no iba a ir mucha gente, que los que irían sería por cortesía a su hermana, quien si fue una figura ilustre en el pueblo, una figura conocida, una figura amada, que nosotros nos encargáramos de llevarla al panteón.

Es el funeral menos triste al que asistí porque nadie lloraba, solo yo estaba triste porque sabía que nunca la volvería a ver.

Esperaba el momento en que Esther terminara de cocinar para después dirigirse a su ataud. La cargaríamos y no la veríamos nunca más. Lo sabía. Estaba muy triste.

¿Porqué regresaste de la vida para morir de nuevo?


II


Estábamos cansados, y nos fuimos a dormir todos juntos. Nos hicimos todos un espacio en la cama grande que era de Esther. Casí todos estaban dormidos. Ahí nos acostamos todos. 

Raquel empezó a golperme levemente con su pié, impidiendome cerrar los ojos, sin que ella hablara entendí a través del silencio "mira... Alberto estaba dormido". 

Raquel estaba enredada en los brazos de Alberto, tocarla era difícil, de hecho, antes de tocarla a ella lo toqué a él. Después me alejé, pero quedé junto de sus pies. Sabía que ella no iba a dormirse, yo no lo haría con el corazón latiendo a mil por hora.

Quedé cerca de sus pies para seguir jugando con ella. Después, ella lentamente se fue escapando de los brazos de él hasta que llego junto a mó.

Y fuí feliz, los tres minutos que estuvimos besándonos, y no importaba si el día se comía a la noche porque ya nos traíamos ganas desde hace tiempo.

Pero él despertó y yo tuve que correr rapído. Me escondí en la cocina de fiestas. Él gritó enjojado, estaba a punto de alcanzarme. Lo bueno es que ya estaba amaneciendo y que no hacía frío.  Yo no tuve más que subir por la pared, para saltar del otro lado, en la calle detrás de la casa, y corrrer muy rápido.


III


Así lo hicimos, como pedió Esther que fuera, de hecho quedó como anécdota que con ella todo lo tomábamos a juego, y como siempre era mal visto que hiciéramos un intento, porque a pesar de que nadie de ello había hecho las cosas bien exigían perfección. 

La pusimos enfrente de la virgen de guadalupe, la figura réplica fiel de la que se encontraba en la basílica. A ella no le gustaban las imágenes vulgarsonas.

Ahí estaba su ataúd sencillo, las sillas incómodas y el frío de diciembre que te enfriaba los pies. Ahí estábamos solos. Los amigos de su hermana visitarían un momento, entre las 7 y las 9 de la  noche, como se acostumbra. 

Yo no lloré. Traté de no hacerlo. No era bien visto que yo llorara, no yo, que no era su hijo. Que ridiculez llorar por alguien que no es cercano a primera mano. 

Ahí nos quedamos velando su cuerpo, con su soledad que también era nuestra soledad porque tampoco teníamos amigos. Nuestro destino sería o va a ser el mismo. Ahí estábamos, soportando a los familiares de fuera, los tolucos, quiénes no tenían donde quedarse y por ser la pelusa de la familia nadie le ofrecería. Ahí estabamos, con nuestro silencio interrumpido por el niño que no entendía esas cosas y los padres que no entendían que no puedes tener a un niño en un funeral pero no tenían a donde ir, hasta que hicieran plática con alguien y pidieran el favor. 

Pero los evitabas. La charla de los erizos siempre es tan pobre y aburrida. Escuchando sus quejas y de cómo les va mal en la vida, aprovechando los funerales para viajar fuera de su pulguero, porque ni a las bodas lo invitaban.

Ahí estábamos con el dolor de espalda. Las sillas incómodas. El frío de diciembre. La velamos dos noche esperando que llegaran sus sobrinos favoritos de su juventud. Porque ella quería que también la llevaran. No llegaron. Bueno, uno de ellos, a la misa. 

Ahí estábamos, compartiendo su soledad que era también nuestra soledad. Nadíe sabía lo que significaba para mí. Tal vez ni ella misma. Porque no soy bueno con esas cosas. Bueno. Le dije a Rebeca, de quién anhelaba su compañía, pero desde tiempo atrás. Después me terminé odiando, no por decirle a ella, sino por estar tentado a utilizar el funeral de Esther para pedir su compañía, bueno que si la pedí, pero Rebeca tenía una vida. Aprendí que las penas compartidas son más pesada. Que no es cierto que uno busca la compañía o el consuelo. Sino más bien, pienso que las personas lo hacen para postergarlo. Esther se fue desde hacía tiempo. Por eso su partida fue gradualmente. Su ausencia también. 

Ahí estábamos. Con la sencillez del funeral que pidió. Y evitamos que un rezandero fuera. A ella no le gustaban esas cosas. 

Nunca más en la vida

Nunca te quedó claro que jamás quería volverte a ver, al menos por mi voluntad propia.  Por tu parte tenías esa idea idiota de que podíamos ...