Mi estancia en la universidad fue la época más oscura. La gente asocia la oscuridad con la maldad. No es mi caso. Yo no estuve rodeado de maldad, pero tal vez fui malo conmigo mismo. Me la pasé viviendo entre la oscuridad y las sombras, siempre oculto. Eso tan simple, es la oscuridad para mi.
Realmente uno nunca quiere estar solo. Aveces se piensa que es un gesto de valentía, pero a menudo, uno quiere ser encontrado, sobre todo, por la persona específica a quien confías las coordenadas de los lugares que frecuentas.
Rebeca sabía mis coordenadas. Sabía que en las tardes me iba al quito piso de la gran biblioteca en el campus central. O cuando me cansaba, y quería mirar el atardecer, me ponía en los grandes ventanales donde podías apreciar el sol naranja morir, sobre el pasto del campus central de la universidad, sobre perros cagando, parejas durmiendo, bicicletas andando y profesores huyendo.
Siempre oculté la fecha de mi cumpleaños en las redes sociales. Me parecían incómodos los festejos. Sobre todo, cuando entendí, no sé si bien o mal, que la gente espera lo mismo de vuelta, y no es que no pudiera dar lo mismo de vuelta, sino que no tenía voluntad de hacerlo. Además, era bastante incómodo pensar que se emborrachaban en mi nombre, cuando yo tenía un par de años en mis terapias de adicciones.
Algunas veces, tras esos ventanales que mostraban la libertad y los más bonitos atardeceres, hicieron que me sintiera preso y triste. Muchas veces con tirar la toalla. Pensaba que no había cosa más estúpida que estudiar y sufrir por exámenes difíciles. Pensando muchas veces si valía la pena, porque dejaba de ser gratificante lo que parecía ser tu pasión. Cualquier pretexto te haría escapar, pero no la voluntad.
Llegó Rebeca. Sabía que se acercaba, por su perfume dulce -siempre tuve el olfato muy desarrollado-, pero fingí que no me había dado cuenta. Cuando llegó, dijo hola. Sonrió y me abrazó. }
Traía una canasta. Me dijo -guarda eso- refiriéndose a mis libretas, libros y copias. Me tomó del brazo y salimos al pasto. En la canasta traía un termo con café, pastel de zanahoria, tostadas y tinga. - ¡Feliz cumpleaños!
El aire frío y poco templado. El sol naranja cayendo y me refinaba una cena de maravilla. Rebeca había hecho un gesto lindo conmigo. Fue bastante gentil y me sentía bastante a gusto. Me regaló un libro usado de la traducción de los cuentos de Poe por Cortázar.
Por buena mala suerte, cuando el sol estuvo en su punto más bajo, el sol me regaló una de las coincidencias más graciosas. Caminaba cerca su novio quien reclamó y reclamó. Le dije -Oye lo siento, es mi amiga de toda la vida- Bueno, aunque el hecho de que Rebeca siempre me gustó era de dominio popular, no creo que llegará a oídos de su novio quien no tenía a nuestros amigos en común.
Me levantó del árbol, donde yo cómodamente estaba recargado, tomándome de los cabellos y dirigiendo un fuerte puñetazo que me sacó el aire e hizo que me doblara. Pateo mi cara y sentí la sangre hirviendo saliendo de mi nariz. Pero no sentía dolor. Tenía mucha adrenalina. Rebeca gritaba mientras su novio me ponía una revolcada cumpleañera. Llegó la seguridad de la universidad. Después los paramédicos quienes calmaron la hemorragia de mi nariz. El novio se fue y Rebeca tras él, como disculpándose, como si hubiera hecho algo malo.
Fui caminando al cuarto que rentaba. No sentía dolor. Llegué y dormir.
Al día siguiente, me levanté con el cuerpo adolorido. Me miré al espejo con el rostro moreteado. Me costaba trabajo respirar, confundido, preguntándome si ese era el dolor de la soledad o de la mala compañía.
Entonces, decidí hacerle como los gatos. Estar ocultos cuando están heridos, hasta que sanan salen a tomar el sol. El sol seguía ahí pero Rebeca no.
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