Todas las tardes de mi niñez salíamos a caminar con mi madre. Nuestro pueblo es como una gran colina, con una pendiente no muy empinada, pero que de hecho pocos saben que es un volcán. Caminando hacia abajo, a la mitad de la pendiente se ve el valle, justo ahí se encuentra la casa de Eli. Tengo recuerdo de los atardeceres más bonitos. Se sabe que en la región se oscurece más temprano porque en el horizonte están los cerros que se tragan el sol antes de que se pierda en el horizonte infinito.
Supe de la casa de Eli porque caminábamos juntos después de salir de la escuela. A la mitad de la pendiente yo continuaba subiendo y ella se quedaba en su casa. Mis amigos decían que yo le gustaba pero yo les decía que era mi amiga. Cuando decidí que ella me gustaba entonces dejó de hablarme, como si el hecho de que me gustara significara que mi cuerpo emanaba un perfume mal oliente, como el de un pedo.
En el mes de diciembre, en mi último año de la escuela, mi mamá entro a trabajar. Ya no le daba tiempo de llegar para nuestra caminata en la tarde. Seguí haciéndolo solo. A propósito me dirigía cerca de la casa de Eli. Por las tardes, sus vecinos jugaban futbol. Ella también. Mientras corría sus mejillas se ponían rojas porque su piel era blanquisca. En la noche prendían las luces de navidad.
El día de mi cumpleaños, salí a caminar cerca de su casa. Antes había tomado un baño y me había peinado. Creí con todas mis fuerzas en el cuento del catecismo, que dios quería a sus hijos. Tal vez movería los sus hilos mágicos y la pondría en mi camino. Dios, nunca te pido nada, me porto bien y voy a misa todos los domingos. También tomo la comunión y rezo todas las noches. Permíteme ver este bonito atardecer con la niña más bonita del mundo.
Pero no me la encontré. Pasó por mis pulmones el aire frío pero también combinado con el olor de la madera quemada y el vapor del ponche. Ese aroma, años después, significó un abrazo.
Regresé a casa y quedé dormido. Más tarde llegó mi madre con pastel y pollo frito, mismo que en la madrugada vomité.
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