Esther decía que la fiesta más importante -incluso más importante que la navidad- de la Iglesia es la celebración del fuego nuevo, la noche del sábado, para amanecer domingo de resurrección.
La celebración se hacía a oscuras. Después encendían una fogata intensa donde se consagraba el cirio pascual. Después, todos los fieles tomábamos nuestro cirio y lo encendíamos del gran cirio pascual frente al altar, en el centro. A la luz de las pequeñas flamas, se contaba la historia de nuestra salvación. Se leían las lecturas, salmos, hasta el Nuevo Testamento, previo al evangelio según san Mateo, que relataba a las marías yendo al sepulcro el domingo de la pascua, se cantaba el gloria. ¡Gloria! Que en los mejores momentos, cuando había presupuesto en la iglesia, un coro y mini orquesta cantaba una versión barroca (gloria y aleluya de Handel). Entonces se encendían las luces.
Nunca me acerque a la iglesia después de que Esther murió. Algún día te contaré porqué. Cuando Esther me dejó en el seminario, me dijo que ojalá encontrara mi camino, y lo encontré. Tan solo duré una semana. Cuando salí, fui con Esther y le dije que nunca había tenido una revelación más clara en mi vida. Que no quería ser cura. Que no me preocupaba no quedarme en el seminario porque ya había pasado mi examen en la universidad. Que me daba cosa que algunos muchachos estaban ahí porque no les quedaba de otra -aunque después desertaban-.
Decía Esther que el cirio pascual se encendía cuando había dificultades. Lo encendí cuando hicieron su primera operación, esa que no pudo salvarla del cáncer. Lo encendimos cuando murió.
¿Dónde quedó tu cirio Esther? Si lo tuviera, no me atrevería a encenderlo. Porque comenzaría a quemarse el Alfa mayúscula. Dios no sería el inicio, solo el fin, la Omega.
No te tocaron ver muchas cosas, Esther; la pandemia, los conflictos, mi salida de la universidad. Algún día te hubiera dicho que la última tarde de lluvia que te ví, tomé el dinero que me diste para la universidad y me fui a tomar un café con Rebeca, que la abracé mucho y me enamoré esa tarde de ella, que la quise mucho, que ella no me quería como yo, que nos dejamos de ver.
Me enseñaste muchas cosas. Nunca te dije que quedé decepcionado cuando me regalaste el libro de mapas. Porque me dijiste que tenías una sorpresa y yo me imaginaba otra cosa menos libros. Después entendí. Soy tu cirio pascual, me consagraste como un ñoñazo. Ojalá pueda resolver tantos problemas como el cirio pascual lo hace con los fieles católicos. Yo lo haré con las matemáticas.
Cerraron la hamburguesería divertida donde me gustaba que me invitaras. Quebró el banco donde tenías tus ahorros y lo compró un banco gringo corrupto. Las tortugas de Sanborns ya son muy malas, y ya no hacen la natilla. Te traje un rosario, de un lugar especial que te hubiera gustado visitar, lo sé porque escuché que estabas ahorrando para hacer ese viaje. Iba a enterrar el rosario en tu tumba pero se lo dí a tu nieta, porque tu sangre vive en ella. La llamé como tú, porque tenías un nombre bonito. Espero sea igual de culta como tú, espero ojeé los libros de tu biblioteca. Tal vez, si hubieras vivido un poco más, mi hermana, tu favorita, no nos hubiera abandonado. Pero, eso nunca lo sabremos. Quizá sí. Si hubiera pasado, te referirías a la parábola del hijo pródigo.
No puedo decirte que te fuiste cuando más te necesitaba porque sé lo que dirías en este momento. Aveces te extraño. Te extraño mucho. Si estuvieras, con gusto iría contigo a la celebración del fuego nuevo. Pero al momento no me atrevo a ir solo, por razones que nunca te conté, pero que seguro intuías. Nunca te pregunté porqué una profesora universitaria terminó tomando cursos en la Pontificia para dar el catecismo.
Te extraño mucho
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