Eñe y yo nos abrazamos para despedirnos. Cuando nuestros cuerpos se reconocieron y sintieron ese iman para permancer juntos, rápidamente ella me aventó hacia atrás, como dejándome claro que me gané su desprecio absoluto.
Por mi parte fantaseaba con hablar a solas con ella. Despedirnos como dios manda. Pero ninguno de los dos tuvo -¿los huevos?- (la humildad) para pedirlo. Yo estaba tan abrumado con mi disertación, con mi presentación, que no se me ocurrió, que también ella era importante para mi.
Los dos somos iguales. Tenemos coraje para odiar, para la voluntad de no buscar nunca más a las personas, para soportar el dolor en la soledad, para el duelo, para fingir que estamos bien y ser perfectamente funcionales, para aislarnos. Nos ufanamos de todo esto, mostrándonos fuertes, pero quizá esa es nuestra definición, realmente somos cobardes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario