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domingo, 22 de noviembre de 2020

No quiero una cruz en mi funeral parte 8: Las cartas

A Job Úbeda


Acordamos que pasaría a su casa el sábado por la mañana para ir a desayunar. Entré a su casa y pisé hojas regadas en el piso que tenían apuntes, supongo, de los amores contrariados porque también tirado estaba el libro del amor en los tiempos del cólera. Encontré al tío Alonso sentado en el sillón, frío, inerte y tieso. Intenté recostarlo para ponerlo en posición de descanso pero su cuerpo se había convertido en una rígida estatua. Entonces entendí lo que había sucedido con mi corazón latiendo muy fuerte.  

Así como Esther le dió instrucciones sobre su funeral a mi tío Alonso cuando aún era un niño, Él me dio sus respectivas instrucciones. Me dijo que yo tenía que ser el primero en inspeccionar su casa antes que mi abuela dejara acercarse a la rapiña de familiares curiosos que llegan en momentos inesperados bajo la consigna de la solidaridad. Él dejó dos sobres en el archivero de su estudio. El primero contenía información inmediata para las formalidades legales que se necesitarían horas después de su muerte. El segundo tenía las instrucciones para completar los repartos, formalidades y trámites que se requerían una semana después de su muerte. 

Dejó instrucciones explícitas en el contrato con el velatorio. Sus restos tenían que ser incinerados, no enterrados, en el funeral, que sería de una noche, él no quería que pusieran cruces y que tampoco se acercara un sacerdote a recitar las exequias. Pero mi abuela, en su infinita devoción, temía que el alma de Alonso se quedara eternamente en el purgatorio e hizo todo lo contrario a los últimos deseos de él. Con un gesto autoritario de que su hijo siempre perteneció a una familia de católicos y tendría un funeral en casa de mi abuela, ella revocó los deseos diciendo qué él era su hijo y las cosas se harían al modo de ella, el funeral se hizo con dos noches como es costumbre en el pueblo, ella pidió la misa de cuerpo presente a las 10 de la mañana y a las 12 del medio día fue enterrado en la misma tumba de Esther, quien le tuvo el cariño de un hijo y quien ayudó a educarlo en la niñez. En la semana siguiente cuando se completó el novenario se hizo otra misa en su honor, donde el sacerdote tuvo atinado decir que "nuestro hermano Alonso quien pocas veces participaba en la iglesia merecía nuestras oraciones y la bondad de dios porque dios es compasivo y misericordioso". Pienso que si Alonso hubiera regresado a la vida para ver su funeral, entonces, al ver la tristeza de mi abuela, dejaría que ella hiciera las cosas a su modo así como la dejamos nosotros. 

Pasé los siguientes días en su casa. Me preguntaban que si yo tenía miedo de hacerlo. Pero Alonso me enseñó a no temer a los fantasmas. De hecho, por esos días yo tenía deseos de que Alonso me hablara. Él decía que uno nunca contesta o pregunta todas las preguntas que deben hacerse en el momento indicado porque no nos atrevemos o porque no tuvimos la audacia de hacerlo. Yo tenía más preguntas para él pero encontré las respuestas de preguntas que nunca hice. Descubrí los estudios del cáncer que nos estaba ocultando, una bitácora con dosis bien específicas que ingería desde dos meses atrás y un archivo de hojas con una abrazadera de cartón que se titulaba "No quiero una cruz en mi funeral".

Algunas cosas que estaban escritas las habíamos platicado antes como al historia de mi nombre, o más bien, porque en el pueblo muchos eran llamados por su apellido y no por su nombre de pila. Me contó que era tradición en cada familia que los primogénitos llevaban el nombre del santo patrono el arcángel San Miguel. "Llegamos tarde", me dijo. A mi me tocó el nombre que mi abuela había designado a mi madre y antes que él, su primo el mayor fue llamado Miguel, así que Alonso se llamó así por la fecha en el calendario. En el pueblo había tantos Migueles y apellidos repetidos que la gente comenzó a poner segundos y hasta terceros nombres. 

También estaba la historia absurda de nuestro apellido frecuentemente confundido con el de las familias que tenían árboles genealógicos bien definidos. Pero, en algún momento cuando comenzaba el censo en el país a principios de siglo, cada familia tenía que elegir un apellido, entonces el tatarabuelo sin mucha imaginación, pero con el afán de no seguir a la borregada se fijó, en la pared de la oficina de pago de su patrón, que en la pared había en un mapa que indicaba las provincias del sur de algún país, desconocido por él. Le llamó la atención el nombre de la provincia que se convirtió en nuestro apellido, y que después de la guerra civil en tal país, fueron expulsadas varías familias y las que vivían en esa provincia se cambiarían el apellido por el nombre de la provincia. 

Nuestra familia, desde el tatara abuelo, no tuvo más complicación que existir o tratar de existir. Y esque llegamos tarde, como decía Alonso, por eso después su obsesión por la puntualidad. Por eso llegué el sábado por la tarde, por eso lo descubrí muerto. 

Las hojas contestan las preguntas que nunca hice, por eso las pongo en orden, por eso las reescribo, porque Alonso siempre tuvo cosas que decir, pero no le alcanzó la vida. Pero aquí estoy yo, para hablar por él. 


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