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domingo, 11 de octubre de 2020

No quiero una cruz en mi funeral: ¿Porqué regresaste a la vida para morir de nuevo?


I

Esther siempre tuvo la costumbre de mudar la cocina cuando teníamos fiestas familiares. Bueno, de hecho tenía una cocina especial para las fiestas, en el patio trasero. En esa cocina te sentías gigante. Nos contaban que esa cocina fue hecha especialmente para la bisabuela quien era un mujer chaparra. La cocina la hicieron a su medida. 

Yo estaba escondido, como siempre, para que nadie me mandara a hacer algo. Es la costumbre, aunque ya no seas un niño, al no estar casado, en el pueblo, en la familia te siguen tratando como a un niño. De hecho a mi me siguen llamando "Estebita", ¡carajo! me llamo Esteban.

Esther cocinaba para su funeral. Estaba sola. Nadie le ayudaba. Estaba concentrada moviendo una cuchara grande de madera hundida en una olla de peltre que humeaba como chimenea de volcán. Esther nunca tuvo prisa, siempre hacía las cosas con calma. Yo no estaba hambriento. Nadie estaba hambriento, de hecho, las casa estaba casi vacía, como siempre predecía, cuando caminábamos y pasábamos al lado de la funeraria, ella decía que quería el ataúd más sencillo y que no iba a ir mucha gente, que los que irían sería por cortesía a su hermana, quien si fue una figura ilustre en el pueblo, una figura conocida, una figura amada, que nosotros nos encargáramos de llevarla al panteón.

Es el funeral menos triste al que asistí porque nadie lloraba, solo yo estaba triste porque sabía que nunca la volvería a ver.

Esperaba el momento en que Esther terminara de cocinar para después dirigirse a su ataud. La cargaríamos y no la veríamos nunca más. Lo sabía. Estaba muy triste.

¿Porqué regresaste de la vida para morir de nuevo?


II


Estábamos cansados, y nos fuimos a dormir todos juntos. Nos hicimos todos un espacio en la cama grande que era de Esther. Casí todos estaban dormidos. Ahí nos acostamos todos. 

Raquel empezó a golperme levemente con su pié, impidiendome cerrar los ojos, sin que ella hablara entendí a través del silencio "mira... Alberto estaba dormido". 

Raquel estaba enredada en los brazos de Alberto, tocarla era difícil, de hecho, antes de tocarla a ella lo toqué a él. Después me alejé, pero quedé junto de sus pies. Sabía que ella no iba a dormirse, yo no lo haría con el corazón latiendo a mil por hora.

Quedé cerca de sus pies para seguir jugando con ella. Después, ella lentamente se fue escapando de los brazos de él hasta que llego junto a mó.

Y fuí feliz, los tres minutos que estuvimos besándonos, y no importaba si el día se comía a la noche porque ya nos traíamos ganas desde hace tiempo.

Pero él despertó y yo tuve que correr rapído. Me escondí en la cocina de fiestas. Él gritó enjojado, estaba a punto de alcanzarme. Lo bueno es que ya estaba amaneciendo y que no hacía frío.  Yo no tuve más que subir por la pared, para saltar del otro lado, en la calle detrás de la casa, y corrrer muy rápido.


III


Así lo hicimos, como pedió Esther que fuera, de hecho quedó como anécdota que con ella todo lo tomábamos a juego, y como siempre era mal visto que hiciéramos un intento, porque a pesar de que nadie de ello había hecho las cosas bien exigían perfección. 

La pusimos enfrente de la virgen de guadalupe, la figura réplica fiel de la que se encontraba en la basílica. A ella no le gustaban las imágenes vulgarsonas.

Ahí estaba su ataúd sencillo, las sillas incómodas y el frío de diciembre que te enfriaba los pies. Ahí estábamos solos. Los amigos de su hermana visitarían un momento, entre las 7 y las 9 de la  noche, como se acostumbra. 

Yo no lloré. Traté de no hacerlo. No era bien visto que yo llorara, no yo, que no era su hijo. Que ridiculez llorar por alguien que no es cercano a primera mano. 

Ahí nos quedamos velando su cuerpo, con su soledad que también era nuestra soledad porque tampoco teníamos amigos. Nuestro destino sería o va a ser el mismo. Ahí estábamos, soportando a los familiares de fuera, los tolucos, quiénes no tenían donde quedarse y por ser la pelusa de la familia nadie le ofrecería. Ahí estabamos, con nuestro silencio interrumpido por el niño que no entendía esas cosas y los padres que no entendían que no puedes tener a un niño en un funeral pero no tenían a donde ir, hasta que hicieran plática con alguien y pidieran el favor. 

Pero los evitabas. La charla de los erizos siempre es tan pobre y aburrida. Escuchando sus quejas y de cómo les va mal en la vida, aprovechando los funerales para viajar fuera de su pulguero, porque ni a las bodas lo invitaban.

Ahí estábamos con el dolor de espalda. Las sillas incómodas. El frío de diciembre. La velamos dos noche esperando que llegaran sus sobrinos favoritos de su juventud. Porque ella quería que también la llevaran. No llegaron. Bueno, uno de ellos, a la misa. 

Ahí estábamos, compartiendo su soledad que era también nuestra soledad. Nadíe sabía lo que significaba para mí. Tal vez ni ella misma. Porque no soy bueno con esas cosas. Bueno. Le dije a Rebeca, de quién anhelaba su compañía, pero desde tiempo atrás. Después me terminé odiando, no por decirle a ella, sino por estar tentado a utilizar el funeral de Esther para pedir su compañía, bueno que si la pedí, pero Rebeca tenía una vida. Aprendí que las penas compartidas son más pesada. Que no es cierto que uno busca la compañía o el consuelo. Sino más bien, pienso que las personas lo hacen para postergarlo. Esther se fue desde hacía tiempo. Por eso su partida fue gradualmente. Su ausencia también. 

Ahí estábamos. Con la sencillez del funeral que pidió. Y evitamos que un rezandero fuera. A ella no le gustaban esas cosas. 

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