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La tarde que no escapé
Nuestro pueblo está en el centro del país donde el clima es templado. No presumimos de plantas, animales o aves tropicales. La mayoría de las cosas se parecen. Los árboles son réplicas de piru que de hecho es una plaga en la región. Las aves son grises y se distinguen unas pocas por tener el pecho rojo y el pico naranja. La iglesia, construida originalmente de cantera negra, ha pasado por muchos arreglos, garigoleos inútiles, y un constante cagadero de pichones. El pueblo se parece a muchos de la región, no guarda nada especial, de hecho hasta las historias de amor son réplicas monótonas y tristes.
Los atardeceres son bonitos. Las casas están construidas en la suave pendiente de una loma que de hecho fue un volcán. En el valle, ubicado en el poniente, en la parte más baja del pueblo están los campos para sembrar. La vista del atardecer no es entorpecida por construcciones grandes como en la ciudad, la vista al infinito es bloqueada por los cerros bañados en un horizonte rojizo. Los gatos en el tejado nunca se pierden el atardecer, los habitantes dejábamos de verlo en verano, cuando los mosquitos aparecen para devorarte. En invierno puedes apreciar atardeceres sin problema porque los mosquitos están entumidos o en huevecillos esperando pacientemente.
La tarde que no escapé comenzó como todas las tardes. El gato se puso en el tejado mirando al poniente. El aire frío se combinó con el humo del fogón de la vecina que calentaba café de olla que huele a nostalgía. Se escuchó el reloj de la iglesia dar el pique de las cinco y media. Eran las vísperas de navidad y como en otros días de guardar yo le ayudaba a mi abuelo que vendía artículos religiosos en el atrio de la iglesia.
Cargamos las cosas y montamos el puesto, y como en años pasados no nos moveríamos de ahí hasta terminar la misa de las once de la noche, cuando salían los últimos fieles devotos del niño Jesús. En las vísperas navideñas uno observa las mismas cosas de siempre. Las coronas de adviento. Personas torpes que tiran al niño dios de barro y se ponen a lloriquear muertas de culpa. Envolturas de dulces, cañas masticadas y huesos de durazno tirados en el atrio. Jarros rotos. La estudiantina juvenil tocando Los Pastores a Belén Corren Presurosos. Gente bañada, vestida de fiesta y feliz.
Nunca antes había querido estar en otro lugar hasta esa tarde cuando recibí la llamada de Rebeca. Me alejé un poco del puesto para que mi abuelo no me escuchara. Rebeca me preguntó si podíamos vernos. Le dije que no podía porque estaba ayudándole a mi abuelo. Ella respondió con un “¿Es en serio? .... ay ... no inventes ... osh ... quería verte ....uhm .... bueno .... nos vemos después...”
En ese momento pensaba que lo más correcto era estar ayudándole a mi abuelo. Pero las semanas siguientes y algunos meses después en días aleatorios pensé que lo mejor era escaparme con Rebeca, así como ella lo había hecho dos días antes, cuando escapó de su abuela quien estaba ocupada haciendo los preparativos de una posada.
Así fue nuestra primera salida juntos. Nos escapamos. A decir verdad no fue una escapada como tal. Solo nos salimos de casa sin avisar. No fuimos tan lejos. Tomé la camioneta de mi abuelo y fuimos al valle para ver el atardecer. Nos abrasamos, nos acariciamos, nos besamos en un loop que quisieras fuera infinito, pero que de hecho hace que las manecillas del reloj corran a toda prisa para chingarte el momento. Al anochecer llevé a Rebeca a su casa. Cuando regresé a mi casa mi madre me regañó por salirme sin permiso con la camioneta del abuelo. Pero de hecho él no me dijo nada.
En el pueblo, como en muchos otros, uno de los miedos más grandes de las madres es que sus hijos tiendan a procrear hijos a corta edad o que los hijos se vuelvan borrachos, cosas que de hecho suceden frecuentemente. Un muchacho bien portado y sumiso como yo, quien de repente se escapaba a escondidas con una bonita jovencita, podría significar el inicio de un cambio de rumbo. Un rumbo contrario a los planes de mi madre, abuella y el señor cura quien había escrito su carta de recomendación para que yo fuera admitido en el seminario diocesano.
De hecho, yo estaba entusiasmado con la idea de convertirme en cura, incluso en el último año del bachillerato, entre mis materias optativas incluí los estudios de Latín y Filosofía. Pero, después de la escapada con Rebeca, los regaños de mi madre y mirar incontables escenas de policía moral en el atrio de la iglesia decidí que no quería pasar mi vida entre atrios, santísimos sacramentos y discursos culpígenos.
El primer atardecer con Rebeca sería el primer y único que pasaría con ella. Después de navidad intenté llamarla pero se enfrió el asunto. Solo me quedé con las ganas de más atardeceres así y con el deseo de volver a verla hasta que se desvaneció y se convirtio en nostalgia.
La única vez que el abuelo opinó algo fue cuando entré a la universidad. Entre la sorpresa de mi madre y mi abuela de que yo ya no quería ser cura, el abuelo ofreció pagar el alquiler del cuarto donde viví toda la carrera.
Un día me encontré a Rebeca en los jardines de la universidad. Yo estaba crudísimo, desvelado y vestía un atuendo que era la transición entre la pijama y los jeans. Ella estaba fresca, con vestido azul, y acompañada del suertudo de su novio. Ella me saludó, me abrazó, y cruzamos palabras que no recuerdo por la resaca, pero inmediatamente quería alejarme por miedo a vomitar los últimos residuos de alcohol y botana en mi estómago.
El valle del pueblo ha cambiado lentamente. Los campos de cultivo se van llenando de casas y gente de fuera. Las aves se ven igual y sigue la plaga de pirus. Los gatos siguen mirando al poniente en los tejados porque los atardeceres siguen siendo bonitos pero con carga de nostalgia por los años que se nos escapan.
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