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viernes, 31 de julio de 2020

No quiero una cruz en mi funeral (parte 3)



-¡Ganaste! Me sentiré muy solo el día que no estés.
-Si algún día te sientes solo, busca la maravillosa ciudad de Tar.
(En Fando y Lis de A. Jodorowsky)


Que Dios te bendiga y que tomes la mejor decisión, eso me dijo Esther con la voz cortándose como aguantándose las ganas de llorar. En ese momento supe que Esther me quería, que me quería igual que a los otros niños, mis primos. Que en ese momento tenía su confianza para que vieran sus ojos reencarnar en mi, su recuerdo inmaculado, la reencarnación de su tío el cura, la persona más ilustre y santa, según comentaban, había tenido la familia. 

 Lamenté decirle después, bajo la iluminación del Espíritu Santo regándose en lo más profundo de mi conciencia, a escasos días de mi encierro en el pacifico seminario diocesano, que prepararme para cura me causaría la desesperación y agonía más grande del mundo, que me daba esa corazonada y que en la vida nunca había tenido una tan fuerte. La profecía de un nuevo cura en la familia se inventó, no se cumpliría conmigo y ni se cumplirá nunca como todas las profecías. Pero tan solo le dije a Esther que había descubierto que no era mi vocación y que mejor me iba a la universidad. Ella no comentó nada - ha bueno - dijo - y continuó preparando la crema de zanahoria.  

Esther se fue tiempo antes de que me diera cuenta que la necesitaría mas que nunca en la vida, cuando nunca antes me sentí más desorientado, más triste, más solo. Cuando obtuve la beca que me dijo buscara, cuando di clases en la universidad como ella lo hizo, cuando me fui al país que ella quería visitar.  

Siempre tuve celos del cariño de Esther, siempre hice lo que decía era correcto hacer, para que me quisiera más. Me enseñó a leer, me enseñó a cocinar, me enseñó a barrer, me decía que todo lo tenía que hacer bien, que para que cuando la gente viera que las cosas estaban hechas bien, inmediatamente dijeran que lo había hecho yo. Quise ser lo que Esther quería para mi. Mucho tiempo decidí que yo tenía que pensar en mi mismo, pero cuando más la extrañé quise regresar a ser su muchachito.

Nunca dije palabras genuinas, nunca le pregunté porqué una profesora de universidad se volvió católica, nunca le pregunté porque no me eligió como su acompañante en la premiación de sus cuentos infantiles si de sus nietos era el más lector. 

Las plegarias que nos enseñaron nos quitaron nuestra identidad, nuestra libertad de hablar. El respirador le robaba el alma lentamente, intenté hablar con ella, decían que escuchaba, pero me sentía un imbécil, absurdo, porque nunca le dije que la quería, que era muy importante en mi vida. Que me sentía vacío, que me sentía solo, que no le dijera a mis padres, no por la acusación, sino porque seguro los regañaría, como si mis temores fueran su responsabilidad siendo ya un adulto. 

Nunca la dije en aquella tarde de lluvia que necesitaba dinero para irme a tomar un café con Leticia. Esther me dió dinero por si necesitaba algo en la universidad. 

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